Nonantzin
Amada, si yo muriera
entiérrame en la cocina bajo el fogón.
Al palmotear la tortilla
me llamará a su manera
tu corazón.
Más si alguien, amor, se empeña
en conocer tu pesar,
diles que es verde la leña
y el humo te hace llorar.
Poema náhuatl
Domingo perezoso por la mañana, la voz de mi abuela reverbera en las paredes de la casa: “Arriba flojos, ya hay caldos en las fondas y borrachos en las cantinas”. Salimos corriendo de las recámaras para encontrarla en la mesa del comedor separando las tortillas recién compradas. Al aroma del nixtamal, se suman, la vista de los brillantes colores del guacamole y el crujido del chicharrón. Es nuestro almuercito dominguero: taquitos de chicharrón con guacamole fresco. Las manos diestras de mi abuela preparan los tacos y yo la miro; reconozco en el brillo de sus ojos el orgullo y la satisfacción de alimentarnos que es a su modo de ver, la mejor manera de dar amor.
Domingo perezoso por la
mañana. Me despierta el silencio. Abro los ojos en mi casa rodeada de maples. Mi
marido duerme a mi lado, miro el techo y suspiro. Salgo de la habitación y
llego a la cocina que está quieta, silenciosa, muerta. No hay aromas que
inquieten al estómago ni colores brillantes de aguacate y jitomates. La casa no
retumba con la voz alegre de mi abuela, pero al ver su retrato, mi cabeza vibra
con uno de sus continuos reproches: “En esta casa no chillan las cazuelas”.
Domingo perezoso por la
mañana. Los cachetes se nos llenan como si fuésemos hámsters, mis hermanos y yo
hacemos una carrera sin decirnos nada, peleamos por la última cucharada de
guacamole fresco, por la última tortilla tibia, por la última moronita de
chicharrón crujiente. Cuando la cuchara rasca el fondo del recipiente sin
encontrar nada más, nos conformamos desilusionados, con un último taquito de
frijoles. Mi abuela sonriente nos cuenta historias de espantos mientras nos
sirve el refresco. “Misión cumplida” parece decir su corazón, y el mío que lo
conoce bien, le contesta que sí con un latido.
Domingo perezoso por la
mañana, mientras fumo un cigarrillo en el jardín, miro las nubes en el cielo y
en una conversación silenciosa pero honesta, trato de explicarle a mi abuela
que, si en esta casa no chillan las cazuelas, no es porque yo no quiera, sino
porque aquí no hay tortillerías en cada esquina, no hay carnicerías donde frían
el chicharrón, no hay mercado sobre ruedas. Los chiles no pican, el cilantro es escaso, el queso es insípido,
las cebollas son dulces, los aguacates son caros, las tortillas son blancas en
vez de ser amarillas y todo sabe a papel.
Ante de una conversación
así, tan seria, el estómago me gruñe, la nostalgia me vence y decido entrar de
nuevo a la casa. En un proceso largo; preparo la masa, caliento el comal, pico
los jitomates, los aguacates, las cebollas y los chiles, lavo y deshojo el
cilantro, abro la bolsa de los chicharrones, corto el queso en rebanadas, echo
a mano las tortillas sobre el comal que como siempre, para mi total
frustración, humean pero no se inflan.
Después de 45 minutos, está
listo mi amado almuercito dominguero. Los ruidos y los aromas de la cocina no
han despertado a nadie más que habite en esta casa. Sólo están conmigo el
recuerdo de mi abuela, nuestra conversación imaginaria y la pequeña Chocolat;
alerta a todo lo que hago.
Domingo perezoso por la
mañana. De pie en la cocina, doy la primera mordida a mi taco de chicharrón con
guacamole y el corazón se me rompe en mil cachitos de melancolía, mientras una
lágrima solitaria resbala por mi mejilla.