lunes, 19 de junio de 2017

Acerca de... Alas de México



Alas de México es una bellísima escultura creada por el artista mexicano Jorge Marín que se encuentra en exposición desde el año 2010 en el Paseo de La Reforma en la Ciudad de México. Está compuesta por dos alas de bronce, modeladas a escala humana. Esta obra tiene la particularidad de invitar al público a interactuar directamente con ella, ya que el modo en el que está creada y expuesta, insinúa que algo le hace falta, ese algo es: una persona.
Alas de México es una obra que ha sido fotografiada cientos de miles de veces, y cada vez de diferente manera, porque cada fotografía contiene la imaginación y la perspectiva de cada espectador.
Esta bella escultura ha visitado ya diferentes lugares del mundo, siendo exhibida con el mismo éxito en cada lugar: Singapur, Tel Aviv, Los Ángeles y CDMX. También forma parte de un programa de intercambio cultural entre México y otros países en donde se exhibe temporalmente como: Shanghái, Hong Kong y próximamente Quebec. En Estados Unidos, forma parte de una exhibición itinerante que se ha presentado ya en diferentes ciudades: Brownsville, Dallas, San Antonio, Fort Worth y Denver.
Me gustaría pensar que en un futuro cercano traerán las Alas de México a la ciudad de Seattle para que todos tengamos la oportunidad no sólo de admirarlas sino de interactuar con una obra que nos haría sentir un poquito más cerca de nuestra tierra. Es que cualquier cosa que nos acerque a nuestras raíces nos hace sentir menos solos, menos lejos, menos tristes de no poder volver.
En mi opinión el éxito de esta obra de arte es natural porque ¿Cuántas veces no hemos deseado tener alas? Imagina que de la noche a la mañana te crecieran un par de alas… Alas para volar, alas para escapar, alas para sentir el cielo, alas para ir y volver de tu tierra. A fin de cuentas, todos desearíamos tener un par de alas porque las alas son simplemente, un instrumento para soñar.

Nora Girón-Dolce

jueves, 9 de marzo de 2017

Acerca de... Verde Esmeralda



Pues resulta ser que recibí una invitación para participar con un cuento en un proyecto de antología para niños de entre diez y doce años. Esta antología en caso de llevarse a cabo se editará en Ecuador. No quise quedarme con las ganas de participar y escribí un cuento usando un elemento geográfico de ese bello país. Aquí el resultado:

Verde Esmeralda
Por: Nora Girón-Dolce
Vivió una vez cerca del mar un pescador con mala suerte.
Él y su esposa eran muy pobres y desdichados porque apenas les alcanzaba para salir al día con la poca pesca que él lograba hacer y después vender en el mercado. Su casa era una choza vieja que se deshacía a pedazos y en las noches de frío no les alcanzaba la leña para poderse calentar.
Una mañana de invierno el pescador salió de su choza y mientras preparaba su barca y sus redes para salir a pescar, su esposa le alcanzó y le dijo que tenía un mal presentimiento.
-Por favor no salgas hoy a pescar, le dijo. -Escuché ayer en el mercado que hoy habría tormenta.
El pescador la besó en la frente y le contestó:
-Si no salgo hoy a pescar, no comeremos mañana. Luego miró al cielo y suspiró.
-Tormenta o no tormenta, es necesario que vaya a ver qué es lo que nos depara el día. Y diciendo esto, se echó las redes al hombro, subió a la barca y se alejó remando.
No pasó mucho tiempo antes de que el cielo comenzara a cubrirse de grandes nubarrones negros que se movían como remolinos. Las primeras gotas comenzaron a caer y el viento mecía la barca de un lado a otro sin control.
El pescador sintió miedo y recordó las palabras de su esposa, entonces hizo una cruz con los dedos y la besó. -Que sea lo que Dios quiera. -Dijo.
La tormenta duró largas horas y el pescador tuvo que hacer uso de toda la maña y fuerza que poseía para no caer de la barca ni hundirse en el fondo del mar. En un momento en el cual, tuvo que quitar peso a la barca, aseguró un extremo de sus redes con un gancho en la popa y dejó caer el otro extremo al agua.
El pescador luchó contra la tormenta hasta el anochecer en el que por fin logró recuperar el rumbo y dirigir la barca hacia su puerto.
Al llegar, ató la barca en el muelle y se dirigió a su casa en donde encontró a su mujer de rodillas en el piso, rezando por el pronto regreso del pescador.
Esa noche, mientras la choza era azotada por el resto de la tormenta, el pescador y su esposa durmieron abrazados, felices de estar juntos pero tristísimos porque al día siguiente no tendrían nada para comer.
A la mañana siguiente, el pescador salió a revisar su barca para saber cuánto daño había causado en ella la tormenta. Se montó en ella y con gran dificultad empezó a sacar las redes del agua. Las redes pesaban más de lo habitual y el pescador se dio cuenta entonces de que, algo se había enredado en ellas. Como pudo sacó las redes y ahí mismo, en la barca las empezó a desenredar.
Efectivamente, una cosa obscura y pesada se había enredado en ellas. Cuando el pescador terminó de deshacer el enredo, miró el bulto y se dio cuenta de que se trataba de un viejo cofre de madera. El pescador usó sus herramientas para tratar de abrirlo y el candado, podrido por la herrumbre y los años bajo el agua, cedió enseguida.
Dentro del cofre se encontraba bien protegida entre restos de mantas podridas, una piedra grande, de forma ovalada, de color verde esmeralda que parecía estar hecha de muchas cosas al mismo tiempo: vidrio, arena, cobre, carbón. Era imposible descifrar su material.
El pescador miró la piedra con detenimiento y llegó a la conclusión de que se trataba de algo muy hermoso pero que carecía totalmente de valor. Tomó la piedra, la llevó a su choza y no teniendo un lugar mejor en dónde guardarla, la puso en un viejo caldero que estaba siempre colgado junto al fogón.
Esa tarde, después de haber ido al pueblo a pedir alguna caridad o sobras para poder comer, la esposa del pescador regresó a la choza con un saco lleno de cabezas de pescado y se dispuso a hervirlas de inmediato para hacer una sopa. Cuando quiso usar el viejo caldero se encontró con que estaba lleno y le preguntó al pescador qué era aquella cosa que había puesto ahí.
-Es una piedra que me encontré dentro de un cofre que se enredó en mis redes. No tiene ningún valor, pero déjala ahí mientras encuentro qué hacer con ella.
La esposa le obedeció y cocinó las cabezas de pescado en otro traste.
Algo debe haber ocurrido con la suerte o la fortuna del pescador y su esposa después de aquella tormenta porque por alguna razón desconocida, tuvieron, durante treinta días, mucha pesca, mucha leña y suficientes cosas para comer. Cada noche de esos treinta días, ardió el fogón en la choza y ninguno de los dos pasó hambre ni frío.
Una noche, mientras la mujer del pescador servía la sopa, ambos escucharon un pequeño tamborileo, como si una cuchara de madera estuviese golpeando una cosa de metal. El sonido fue subiendo de intensidad mientras, el pescador y su esposa, asustados, buscaban el origen del sonido.
El tamborileo provenía del viejo caldero que estaba colgado junto al fogón. Cuando el pescador y su esposa se acercaron a mirar, se dieron cuenta que la piedra estaba vibrando y su movimiento hacía temblar el caldero.
-Está hechizada. -Dijo la esposa en un grito. Entonces el pescador tomó un azadón de metal, descolgó el caldero y volcó la piedra sobre la mesa. Ambos se quedaron mirándola.
La piedra brillaba como un pequeño sol. Estaba ardiendo. Siguió vibrando por un rato y cuando el pescador estaba a punto de asestarle un golpe con el azadón para que se quedara quieta, algo ocurrió: Una pequeña grieta surgió en su superficie. Una grieta que se fue haciendo larga, larga y más larga hasta abarcar la mitad de la piedra la cual, comenzó a crujir y a agrietarse por todos lados.
El pescador abrió la boca con sorpresa y lleno de estupor, dijo en un murmullo: es un huevo.
Efectivamente. Aquella inusual piedra que había salido del mar y que por casualidad terminó en un caldero junto al fogón, era un huevo. Al calor del fuego del hogar se había incubado por treinta días y ahora surgía de él una pequeña y extraña criatura que el pescador y su esposa jamás en sus vidas, ni en sus sueños, ni en sus peores pesadillas, imaginaron que podrían alguna vez conocer.
La criatura era pequeña y hermosa, muy parecida a un reptil. Su pequeño cuerpo acuoso estaba cubierto de pequeñísimas y brillantes escamas verdes. Sus ojos eran amarillos y sus pupilas se extendían hacia abajo como las de las serpientes. Tenía en el cuello una cresta de plumas multicolores y en su lomo, desde la cabeza hasta la cola, se dibujaba una línea de escamas puntiagudas. Hubiese podido pasar por un pequeño lagarto de no ser porque de las patas delanteras le surgían unas delgadas membranas que se extendían como abanicos. Tenía alas.
La criatura devoró la cáscara de su huevo, dio unos cuantos pasos sobre la mesa, sacudió su pequeña cabeza, parpadeó unas cuantas veces y al ver al pescador soltó un gemidito de lagarto bebé que se mezcló con un tosido del que salieron diminutas fumarolas obscuras. Era un dragón.
Una vez pasados el susto y la sorpresa del nacimiento del dragón y las primeras semanas de desconcierto en las que la mujer quiso matarlo a escobazos, cocinarlo en caldo, abandonarlo en la playa, encerrarlo en una jaula para que no aprendiera a volar, y escuchar sus gemidos de dragón bebé noche y día; el pescador y su esposa se dieron cuenta no sólo de que el dragón era totalmente inofensivo para ellos sino que encima de eso, era tierno a su manera, bellísimo como algo desconocido y para colmo los seguía a todas partes buscando su protección como si fuesen sus propios padres. El terror y el miedo dieron paso a una ternura y un cariño que el pescador y su esposa jamás imaginaron poder sentir por un ser tan extraño como el que la tormenta y el destino habían depositado en su pequeña choza junto al mar. A sus pocas semanas de nacido, ya lo guardaban para dormir en el viejo caldero junto al fogón para que se conservara calientito y lo alimentaban con cabezas de pescado que él recibía alegremente. No sabiendo lo que era ni qué clase de animal, decidieron simplemente llamarlo Esmeralda por el color de sus escamas.
El pescador y su esposa no comprendían muchas cosas. Lo único que entendían era que la criatura había llegado del mar y que tenían que aprender un modo para cuidarla, así que, una tarde, el pescador besó a su esposa, salió de su casa y se dirigió hacia un monte que estaba cerca del pueblo para ir a buscar a un solitario hombre que vivía en una casa llena de libros y al cual todos en el pueblo llamaban Sabio.
Cuando el pescador regresó a casa esa noche, su esposa lo esperaba sentada a la mesa. El pescador se quitó el sombrero, suspiró y le dijo: Traigo malas noticias.
Pasaron toda la noche hablando. El pescador le contó a su esposa que Sabio le había explicado todo lo que necesitaban saber acerca de la pequeña criatura Esmeralda.
Era un animal que no se daba en esas tierras, por el modo en que lo habían encontrado, Sabio sugirió que quizá había venido en barco antiguo desde Europa y que quizá el barco se había hundido en el camino. Esos animales eran casi imposibles de encontrar y hacía siglos que no se veía alguno. Tenían un comportamiento agresivo y echaban fuego por la boca, comían animales y personas y aterrorizaban a los pueblos en tiempos remotos. Eran animales mágicos que traían buena fortuna a aquellos a quienes les entregaban su lealtad. pero eran tan indomables e intempestivos que terminaban siempre perseguidos por la gente, al igual que sus poseedores.
-Se llaman dragones, dijo el pescador a su azorada esposa. -Sus escamas son valiosas y quien posea uno será siempre rico porque mudan todo el tiempo y las dejan tiradas por ahí, pero Sabio me mostró sus libros y vi los dibujos: crecen del tamaño de un barco, no se pueden controlar una vez que son adultos. Son feroces y carnívoros, incendian todo lo que tocan. Son una bendición para el dueño. pero una maldición para todos los demás. Sabio me recomendó que lo matáramos.
La esposa del pescador, con lágrimas en los ojos, se acercó al caldero donde guardaban a Esmeralda y lo destapó. Ahí estaba su dragón, pequeño y hermoso. Dormía plácidamente, hecho un ovillo sobre un montón de escamas verdes que había ido mudando mientras crecía. Llevaba con ellos ya tres meses y crecía tan rápido que dentro de poco tiempo no cabría más ahí.
-¿Y qué haremos ahora? -Preguntó la esposa con preocupación. -¿No pensarás hacerle caso a Sabio Verdad?
El pescador miró a su esposa, le tomó las manos y le dijo:
Antes de despedirme, Sabio me dio un último consejo. Me dijo que en caso de que por alguna razón fuese imposible matar al dragón, había algo más que debería saber. Sacó un enorme libro y antes de mostrármelo me dijo que los dragones para ser felices deben vivir escondidos en lugares remotos donde haya fuego, pero que lo más importante es que tengan cerca cosas de que alimentarse para no verse en la necesidad de salir de sus escondites y, que un cuerpo de agua, como un lago, es ideal porque así encontrarán comida y bebida. Luego abrió ese último libro y me mostró el dibujo de una montaña maravillosa. Su corazón está hecho de fuego porque es un volcán. pero su superficie está cubierta con agua fresca y cristalina.
El pescador y su esposa se miraron con los ojos muy abiertos y dijeron al mismo tiempo:
-Quilotoa.
Largos siglos han pasado desde que aquel pescador y su esposa hicieron un viaje a lomo de mula cargando con ellos nada más que un viejo caldero. Nadie recuerda sus nombres. Nadie recuerda ya, que después del viaje se fueron a vivir a una ciudad y sus vidas fueron bellas y felices. Nadie recuerda ya, que por generaciones sus familiares vivieron de la gran fortuna que hicieron a partir de unos sacos de valiosas escamas de esmeraldas. Pero ahora tú lo sabes y si algunas vez alguien te pregunta por qué la laguna del Quilotoa tiene el color que tiene y su agua hierve en algunas partes, sabrás bien que muy al fondo, lejos de la superficie, vive feliz y a salvo, una antigua y hermosa criatura que se alimenta de peces, deja sus escamas de color verde esmeralda en el fondo del lago y que en las noches de luna llena vuela haciendo círculos y canta una canción de amor y agradecimiento para las dos personas que le regalaron su libertad.


domingo, 8 de enero de 2017

Acerca de... Carta


Comparto hoy con ustedes el cuento con el que participé en el certamen 2016 “Cuéntale tu cuento a La Nota Latina” el cual resultó finalista y fue seleccionado para ser publicado en la antología editada por Snow Fountain Press: “Todos Contamos” que ya está disponible en Amazon.


CARTA
Hijito del alma mía:
Tengo aquí en mi corazón, todos los recuerdos tuyos. Esos recuerdos de cuándo eras un pequeñito, cuando nos alcanzaban para contar tus años, los dedos de las manos. Aquí en mi casa se quedó el eco de tu risa, tus cantos y tus juegos. Las canicas de colores que enterraste en los maceteros, tus juguetes de niño, tu mochila y tus zapatos del primer año de escuela, el único que cursaste aquí. Se me rompió el alma, pequeño mío, de verte partir. Se llevaron a mi niño a otro país, a otro mundo, a otra vida en la que yo sabía que ya no sería más, y con lágrimas en mis ojos, te di mi bendición. Así es como fue, y con el pasar de los años, me convertí en un recuerdo, en una voz lejana, en un aroma perdido en el fondo de tu memoria infantil.  ¿Te acuerdas pequeño mío de los fuertes abrazos que yo te daba? ¿Te acuerdas de cuánto te gustaba tu sopita de fideos y tus tortillas hechas al fuego del comal? ¿Te acuerdas de los juegos con tus primos? ¿Te acuerdas de cómo te enseñaron en la escuela a cantar el Himno Nacional y hacer los honores a la bandera? ¿Te acuerdas que feliz te sentiste el día que te dejé abrir la vitrina y jugar con todas esas cosas que me pertenecían? ¿Te acuerdas de esas tardes en las que te llevé al parque y te compré un globo y un merengue? ¿Te acuerdas de cuando tomábamos el camión para volver de la escuela?
Lo sé hijo, lo sé. Sé muy bien que no te acuerdas, porque recibí tu carta, esa en donde me platicas que te sientes tan perdido, tan lejos de allá y tan lejos de aquí, como si no pertenecieras a ningún sitio. Esa carta en la que me dices que sientes que el color de tu piel te separa de todo el mundo, esa carta en la que me dices que no encuentras tus palabras, que no comprendes muchas cosas… Que te duele el corazón de no acordarte, de no saber. Me dices que te sientes ajeno, separado. Que tu nombre te es extraño, que la distancia es muy grande y que tu espíritu está triste porque sabes que no puedes venir. Que sabes que las puertas de esta tierra están cerradas para ti…
Me has pedido en tu carta, que te hable del lugar en el que naciste, que te diga de dónde vienes.
¿Qué de dónde vienes, dices?  ¡Ay hijo mío! Tú has venido del lugar más bello del mundo.
Naciste mi niño, una tarde lluviosa de octubre, en el ombligo de la luna. Naciste en el corazón del mundo. Naciste en una tierra antigua, donde fueron enterrados los corazones de valientes guerreros con alas de águila y garras de jaguar, un lugar de sabios emperadores con penachos construidos de plumajes de aves que ya no existen más. Naciste en un lugar donde en las cocinas de cada hogar fueron enterrados los ombligos de las más bellas mujeres. Valientes, decididas, amorosas y fuertes. Mujeres quienes, a su tiempo, daban a luz acuclilladas sobre los pisos de tierra de sus casas, acompañadas por las amorosas voces de sabias parteras que al ver coronar al niño oraban a los dioses en voz alta para rogar por una vida llena de buenaventura y honor.
Cierra tus ojos, hijo mío, y sabrás de qué te hablo, porque esta tierra bendita, es sólo posible verla desde los ojos del corazón.
Hay aquí en tu tierra, desde el mundo antiguo, dos grandes montañas escarchadas de blanca nieve que ofrecen una historia de amor sin fin. Cielos que se deshacen de tanto azul y palomas blancas volando al viento. Altas pirámides que besan la orilla del cielo, hombres mágicos que vuelan dando giros al ritmo de la flauta y del tambor. Hay dioses de piedra que te miran el alma desde sus rostros sin ojos. Dioses ya olvidados, que representan esas cosas básicas y primitivas que hacen tanta falta para vivir: el maíz, y el agua, el sol, la luna y la lluvia, las flores, el amor; la guerra y la paz. Hay aquí hijo mío, mujeres coronadas de flores y listones de seda, mujeres bellas que se pasean, ataviadas de hilo y manta, luciendo orgullosas los bordados de su huipil. Y la lengua antigua de nuestros ancestros, está en todas partes. La puedes oler, tocar y sentir.
Lo antiguo quedó, sigue y seguirá, pero llegó también lo nuevo, y se hicieron uno y todo lo enriquecieron.
Vieras hijo mío los bellos palacios blancos y las catedrales con ángeles y santos de halos dorados. Sus enormes campanarios cubiertos de vidrieras y mosaicos. Vieras hijo mío los organilleros, con sus melodías como de agua y viento. Y allá para el sur, el pueblo de los coyotes, todo empedrado, todo inindado de eucaliptos. Después, aquél lago eterno, donde crecen milpas doradas al sol; ese lugar de flores y largos canales donde se te encoge el corazón al escuchar las notas del salterio. Y al norte hijo mío, el antiguo cerro, donde una tarde de invierno, la virgen del Tepeyac se le apareció a Juan Diego. Vieras hijo mío, qué hermoso es tu país; qué bellos y coloridos son sus mercados, sus plazas, sus mujeres, sus niños y sus viejos. Vieras hijo mío, cómo tu país te extraña, cómo tu país te guarda, cómo tu país te llama. Eres de aquí y eres de mí. Eres un pedacito de arcilla de esta tierra buena, fértil y abundante. Toca tu pecho, para que la sientas latir.
Llegará un buen día hijito de mi alma, en el que podrás volver y mirarás con tus ojos lo que ahora yo te ofrezco sólo con palabras. Guarda esta carta hijo mío, mientras yo te guardo tu país en mi corazón. De aquí hasta el día feliz en que volvamos a abrazarnos y que tus pies se posen nuevamente sobre esta tierra, alegra tu alma, haciendo una cosa que te pido:
Cuando se turbe tu corazón y se nublen tus ojos de tristeza, cuando te sientas perdido, pon tu mano en el centro de tu pecho y, recuerda, recuerda, recuerda.
Con amor:

Tu abuela.