domingo, 12 de octubre de 2014

Acerca de... Domingo perezoso














Nonantzin
Amada, si yo muriera
entiérrame en la cocina bajo el fogón.

Al palmotear la tortilla
me llamará a su manera
tu corazón.
Más si alguien, amor, se empeña
en conocer tu pesar,
diles que es verde la leña
y el humo te hace llorar.
Poema náhuatl

Domingo perezoso por la mañana, la voz de mi abuela reverbera en las paredes de la casa: “Arriba flojos, ya hay caldos en las fondas y borrachos en las cantinas”. Salimos corriendo de las recámaras para encontrarla en la mesa del comedor separando las tortillas recién compradas. Al aroma del nixtamal, se suman, la vista de los brillantes colores del guacamole y el crujido del chicharrón. Es nuestro almuercito dominguero: taquitos de chicharrón con guacamole fresco. Las manos diestras de mi abuela preparan los tacos y yo la miro; reconozco en el brillo de sus ojos el orgullo y la satisfacción de alimentarnos que es a su modo de ver, la mejor manera de dar amor.
Domingo perezoso por la mañana. Me despierta el silencio. Abro los ojos en mi casa rodeada de maples. Mi marido duerme a mi lado, miro el techo y suspiro. Salgo de la habitación y llego a la cocina que está quieta, silenciosa, muerta. No hay aromas que inquieten al estómago ni colores brillantes de aguacate y jitomates. La casa no retumba con la voz alegre de mi abuela, pero al ver su retrato, mi cabeza vibra con uno de sus continuos reproches: “En esta casa no chillan las cazuelas”.
Domingo perezoso por la mañana. Los cachetes se nos llenan como si fuésemos hámsters, mis hermanos y yo hacemos una carrera sin decirnos nada, peleamos por la última cucharada de guacamole fresco, por la última tortilla tibia, por la última moronita de chicharrón crujiente. Cuando la cuchara rasca el fondo del recipiente sin encontrar nada más, nos conformamos desilusionados, con un último taquito de frijoles. Mi abuela sonriente nos cuenta historias de espantos mientras nos sirve el refresco. “Misión cumplida” parece decir su corazón, y el mío que lo conoce bien, le contesta que sí con un latido.
Domingo perezoso por la mañana, mientras fumo un cigarrillo en el jardín, miro las nubes en el cielo y en una conversación silenciosa pero honesta, trato de explicarle a mi abuela que, si en esta casa no chillan las cazuelas, no es porque yo no quiera, sino porque aquí no hay tortillerías en cada esquina, no hay carnicerías donde frían el chicharrón, no hay mercado sobre ruedas. Los chiles no pican,  el cilantro es escaso, el queso es insípido, las cebollas son dulces, los aguacates son caros, las tortillas son blancas en vez de ser amarillas y todo sabe a papel.
Ante de una conversación así, tan seria, el estómago me gruñe, la nostalgia me vence y decido entrar de nuevo a la casa. En un proceso largo; preparo la masa, caliento el comal, pico los jitomates, los aguacates, las cebollas y los chiles, lavo y deshojo el cilantro, abro la bolsa de los chicharrones, corto el queso en rebanadas, echo a mano las tortillas sobre el comal que como siempre, para mi total frustración, humean pero no se inflan.
Después de 45 minutos, está listo mi amado almuercito dominguero. Los ruidos y los aromas de la cocina no han despertado a nadie más que habite en esta casa. Sólo están conmigo el recuerdo de mi abuela, nuestra conversación imaginaria y la pequeña Chocolat; alerta a todo lo que hago.

Domingo perezoso por la mañana. De pie en la cocina, doy la primera mordida a mi taco de chicharrón con guacamole y el corazón se me rompe en mil cachitos de melancolía, mientras una lágrima solitaria resbala por mi mejilla.