CARTA
Hijito
del alma mía:
Tengo
aquí en mi corazón, todos los recuerdos tuyos. Esos recuerdos de cuándo eras un
pequeñito, cuando nos alcanzaban para contar tus años, los dedos de las manos.
Aquí en mi casa se quedó el eco de tu risa, tus cantos y tus juegos. Las
canicas de colores que enterraste en los maceteros, tus juguetes de niño, tu
mochila y tus zapatos del primer año de escuela, el único que cursaste aquí. Se
me rompió el alma, pequeño mío, de verte partir. Se llevaron a mi niño a otro
país, a otro mundo, a otra vida en la que yo sabía que ya no sería más, y con
lágrimas en mis ojos, te di mi bendición. Así es como fue, y con el pasar de
los años, me convertí en un recuerdo, en una voz lejana, en un aroma perdido en
el fondo de tu memoria infantil. ¿Te
acuerdas pequeño mío de los fuertes abrazos que yo te daba? ¿Te acuerdas de
cuánto te gustaba tu sopita de fideos y tus tortillas hechas al fuego del comal?
¿Te acuerdas de los juegos con tus primos? ¿Te acuerdas de cómo te enseñaron en
la escuela a cantar el Himno Nacional y hacer los honores a la bandera? ¿Te
acuerdas que feliz te sentiste el día que te dejé abrir la vitrina y jugar con
todas esas cosas que me pertenecían? ¿Te acuerdas de esas tardes en las que te
llevé al parque y te compré un globo y un merengue? ¿Te acuerdas de cuando
tomábamos el camión para volver de la escuela?
Lo
sé hijo, lo sé. Sé muy bien que no te acuerdas, porque recibí tu carta, esa en
donde me platicas que te sientes tan perdido, tan lejos de allá y tan lejos de
aquí, como si no pertenecieras a ningún sitio. Esa carta en la que me dices que
sientes que el color de tu piel te separa de todo el mundo, esa carta en la que
me dices que no encuentras tus palabras, que no comprendes muchas cosas… Que te
duele el corazón de no acordarte, de no saber. Me dices que te sientes ajeno,
separado. Que tu nombre te es extraño, que la distancia es muy grande y que tu
espíritu está triste porque sabes que no puedes venir. Que sabes que las
puertas de esta tierra están cerradas para ti…
Me
has pedido en tu carta, que te hable del lugar en el que naciste, que te diga
de dónde vienes.
¿Qué
de dónde vienes, dices? ¡Ay hijo mío! Tú
has venido del lugar más bello del mundo.
Naciste
mi niño, una tarde lluviosa de octubre, en el ombligo de la luna. Naciste en el
corazón del mundo. Naciste en una tierra antigua, donde fueron enterrados los
corazones de valientes guerreros con alas de águila y garras de jaguar, un
lugar de sabios emperadores con penachos construidos de plumajes de aves que ya
no existen más. Naciste en un lugar donde en las cocinas de cada hogar fueron
enterrados los ombligos de las más bellas mujeres. Valientes, decididas,
amorosas y fuertes. Mujeres quienes, a su tiempo, daban a luz acuclilladas
sobre los pisos de tierra de sus casas, acompañadas por las amorosas voces de
sabias parteras que al ver coronar al niño oraban a los dioses en voz alta para
rogar por una vida llena de buenaventura y honor.
Cierra
tus ojos, hijo mío, y sabrás de qué te hablo, porque esta tierra bendita, es
sólo posible verla desde los ojos del corazón.
Hay
aquí en tu tierra, desde el mundo antiguo, dos grandes montañas escarchadas de
blanca nieve que ofrecen una historia de amor sin fin. Cielos que se deshacen
de tanto azul y palomas blancas volando al viento. Altas pirámides que besan la
orilla del cielo, hombres mágicos que vuelan dando giros al ritmo de la flauta
y del tambor. Hay dioses de piedra que te miran el alma desde sus rostros sin
ojos. Dioses ya olvidados, que representan esas cosas básicas y primitivas que
hacen tanta falta para vivir: el maíz, y el agua, el sol, la luna y la lluvia,
las flores, el amor; la guerra y la paz. Hay aquí hijo mío, mujeres coronadas de
flores y listones de seda, mujeres bellas que se pasean, ataviadas de hilo y
manta, luciendo orgullosas los bordados de su huipil. Y la lengua antigua de
nuestros ancestros, está en todas partes. La puedes oler, tocar y sentir.
Lo
antiguo quedó, sigue y seguirá, pero llegó también lo nuevo, y se hicieron uno
y todo lo enriquecieron.
Vieras
hijo mío los bellos palacios blancos y las catedrales con ángeles y santos de
halos dorados. Sus enormes campanarios cubiertos de vidrieras y mosaicos.
Vieras hijo mío los organilleros, con sus melodías como de agua y viento. Y
allá para el sur, el pueblo de los coyotes, todo empedrado, todo inindado de
eucaliptos. Después, aquél lago eterno, donde crecen milpas doradas al sol; ese
lugar de flores y largos canales donde se te encoge el corazón al escuchar las
notas del salterio. Y al norte hijo mío, el antiguo cerro, donde una tarde de
invierno, la virgen del Tepeyac se le apareció a Juan Diego. Vieras hijo mío,
qué hermoso es tu país; qué bellos y coloridos son sus mercados, sus plazas, sus
mujeres, sus niños y sus viejos. Vieras hijo mío, cómo tu país te extraña, cómo
tu país te guarda, cómo tu país te llama. Eres de aquí y eres de mí. Eres un
pedacito de arcilla de esta tierra buena, fértil y abundante. Toca tu pecho,
para que la sientas latir.
Llegará
un buen día hijito de mi alma, en el que podrás volver y mirarás con tus ojos
lo que ahora yo te ofrezco sólo con palabras. Guarda esta carta hijo mío,
mientras yo te guardo tu país en mi corazón. De aquí hasta el día feliz en que
volvamos a abrazarnos y que tus pies se posen nuevamente sobre esta tierra,
alegra tu alma, haciendo una cosa que te pido:
Cuando
se turbe tu corazón y se nublen tus ojos de tristeza, cuando te sientas
perdido, pon tu mano en el centro de tu pecho y, recuerda, recuerda, recuerda.
Con
amor:
Tu
abuela.
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