domingo, 8 de enero de 2017

Acerca de... Carta


Comparto hoy con ustedes el cuento con el que participé en el certamen 2016 “Cuéntale tu cuento a La Nota Latina” el cual resultó finalista y fue seleccionado para ser publicado en la antología editada por Snow Fountain Press: “Todos Contamos” que ya está disponible en Amazon.


CARTA
Hijito del alma mía:
Tengo aquí en mi corazón, todos los recuerdos tuyos. Esos recuerdos de cuándo eras un pequeñito, cuando nos alcanzaban para contar tus años, los dedos de las manos. Aquí en mi casa se quedó el eco de tu risa, tus cantos y tus juegos. Las canicas de colores que enterraste en los maceteros, tus juguetes de niño, tu mochila y tus zapatos del primer año de escuela, el único que cursaste aquí. Se me rompió el alma, pequeño mío, de verte partir. Se llevaron a mi niño a otro país, a otro mundo, a otra vida en la que yo sabía que ya no sería más, y con lágrimas en mis ojos, te di mi bendición. Así es como fue, y con el pasar de los años, me convertí en un recuerdo, en una voz lejana, en un aroma perdido en el fondo de tu memoria infantil.  ¿Te acuerdas pequeño mío de los fuertes abrazos que yo te daba? ¿Te acuerdas de cuánto te gustaba tu sopita de fideos y tus tortillas hechas al fuego del comal? ¿Te acuerdas de los juegos con tus primos? ¿Te acuerdas de cómo te enseñaron en la escuela a cantar el Himno Nacional y hacer los honores a la bandera? ¿Te acuerdas que feliz te sentiste el día que te dejé abrir la vitrina y jugar con todas esas cosas que me pertenecían? ¿Te acuerdas de esas tardes en las que te llevé al parque y te compré un globo y un merengue? ¿Te acuerdas de cuando tomábamos el camión para volver de la escuela?
Lo sé hijo, lo sé. Sé muy bien que no te acuerdas, porque recibí tu carta, esa en donde me platicas que te sientes tan perdido, tan lejos de allá y tan lejos de aquí, como si no pertenecieras a ningún sitio. Esa carta en la que me dices que sientes que el color de tu piel te separa de todo el mundo, esa carta en la que me dices que no encuentras tus palabras, que no comprendes muchas cosas… Que te duele el corazón de no acordarte, de no saber. Me dices que te sientes ajeno, separado. Que tu nombre te es extraño, que la distancia es muy grande y que tu espíritu está triste porque sabes que no puedes venir. Que sabes que las puertas de esta tierra están cerradas para ti…
Me has pedido en tu carta, que te hable del lugar en el que naciste, que te diga de dónde vienes.
¿Qué de dónde vienes, dices?  ¡Ay hijo mío! Tú has venido del lugar más bello del mundo.
Naciste mi niño, una tarde lluviosa de octubre, en el ombligo de la luna. Naciste en el corazón del mundo. Naciste en una tierra antigua, donde fueron enterrados los corazones de valientes guerreros con alas de águila y garras de jaguar, un lugar de sabios emperadores con penachos construidos de plumajes de aves que ya no existen más. Naciste en un lugar donde en las cocinas de cada hogar fueron enterrados los ombligos de las más bellas mujeres. Valientes, decididas, amorosas y fuertes. Mujeres quienes, a su tiempo, daban a luz acuclilladas sobre los pisos de tierra de sus casas, acompañadas por las amorosas voces de sabias parteras que al ver coronar al niño oraban a los dioses en voz alta para rogar por una vida llena de buenaventura y honor.
Cierra tus ojos, hijo mío, y sabrás de qué te hablo, porque esta tierra bendita, es sólo posible verla desde los ojos del corazón.
Hay aquí en tu tierra, desde el mundo antiguo, dos grandes montañas escarchadas de blanca nieve que ofrecen una historia de amor sin fin. Cielos que se deshacen de tanto azul y palomas blancas volando al viento. Altas pirámides que besan la orilla del cielo, hombres mágicos que vuelan dando giros al ritmo de la flauta y del tambor. Hay dioses de piedra que te miran el alma desde sus rostros sin ojos. Dioses ya olvidados, que representan esas cosas básicas y primitivas que hacen tanta falta para vivir: el maíz, y el agua, el sol, la luna y la lluvia, las flores, el amor; la guerra y la paz. Hay aquí hijo mío, mujeres coronadas de flores y listones de seda, mujeres bellas que se pasean, ataviadas de hilo y manta, luciendo orgullosas los bordados de su huipil. Y la lengua antigua de nuestros ancestros, está en todas partes. La puedes oler, tocar y sentir.
Lo antiguo quedó, sigue y seguirá, pero llegó también lo nuevo, y se hicieron uno y todo lo enriquecieron.
Vieras hijo mío los bellos palacios blancos y las catedrales con ángeles y santos de halos dorados. Sus enormes campanarios cubiertos de vidrieras y mosaicos. Vieras hijo mío los organilleros, con sus melodías como de agua y viento. Y allá para el sur, el pueblo de los coyotes, todo empedrado, todo inindado de eucaliptos. Después, aquél lago eterno, donde crecen milpas doradas al sol; ese lugar de flores y largos canales donde se te encoge el corazón al escuchar las notas del salterio. Y al norte hijo mío, el antiguo cerro, donde una tarde de invierno, la virgen del Tepeyac se le apareció a Juan Diego. Vieras hijo mío, qué hermoso es tu país; qué bellos y coloridos son sus mercados, sus plazas, sus mujeres, sus niños y sus viejos. Vieras hijo mío, cómo tu país te extraña, cómo tu país te guarda, cómo tu país te llama. Eres de aquí y eres de mí. Eres un pedacito de arcilla de esta tierra buena, fértil y abundante. Toca tu pecho, para que la sientas latir.
Llegará un buen día hijito de mi alma, en el que podrás volver y mirarás con tus ojos lo que ahora yo te ofrezco sólo con palabras. Guarda esta carta hijo mío, mientras yo te guardo tu país en mi corazón. De aquí hasta el día feliz en que volvamos a abrazarnos y que tus pies se posen nuevamente sobre esta tierra, alegra tu alma, haciendo una cosa que te pido:
Cuando se turbe tu corazón y se nublen tus ojos de tristeza, cuando te sientas perdido, pon tu mano en el centro de tu pecho y, recuerda, recuerda, recuerda.
Con amor:

Tu abuela.

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